domingo, 17 de julio de 2011

La Utopía como proyección de las necesidades ( I )

Existen muchas formas de analizar una socidad. Su artes, su escritura e incluso sus festejos hablan en voz alta sobre cómo son. Pero uno de los ejercicios que hace más transparente la lectura es el análisis, por breve que sea, de sus utopías (artículo más bien serio. Si no te place, puedes rescatar un post de playología del año pasado)

LA ATLÁNTIDA

Hay 40000 versiones de la Atlántida. Ésta es una bastante cool.

Las sociedades helénicas idolatraban las artes del mar. Sus grandes héroes eran marineros, así que a nadie extrañe que su utopía fuera una isla. Una isla protegida a los cuatro vientos del oleaje y las tempestades, con el mejor puerto jamás concebido a resguardo de piratas y monstruos marinos. Un sistema de cultivos y riego, más las piscifactorías, hacían la isla absolutamente autosuficiente. Ello conllevaba que aquellos valientes que quisieran surcar las olas lo hiciesen por el mero placer de la aventura y el descubrimiento. Un gobierno de sacerdotes y filósofos debía regir la isla, habitada sólo por hombres y mujeres libres dedicados a las altas artes: música, poesía, filosofía...y a adorar a un panteón benévolo y generoso.

Nada que ver con la talasocrática Creta, temerosa de las iras de Poseidón o Hefesto; o la posterior Atenas, obligada a mantener una ingente armada y a vivir bajo el fantasma de que sus colonias comerciales cerrasen el grifo de recursos. Esparta dependía de sus ilotas, por un lado y hoplitas, por otro, por citar los ejemplos más evidentes. Que una sociedad tan avanzada como la griega (dicho así, simplismo al canto) soñase con algo como la Atlántida a base de ser conscientes de sus carencias, nos indica por qué este mito ha sido el más recurrente a lo largo de la Historia. Luego volvemos a él.

JAUJA

Brueghel el Viejo pintó así Jauja y se quedó a gustísimo.

Ríos de leche, fuentes de cerveza, árboles de panceta, gansos rellenos de paté, rechonchos tocinos como mascotas y árboles que daban buñuelos como fruto. ¿Quién podría imaginar algo así? Mejor dicho ¿quién necesitaba creer en la existencia de algo así? Fácil. La sociedad europea medieval. Jauja tenía muchos nombres: país de la Cucaña, Cokaigne, Schlaraffenland, Cocagne, Luilekkerland...era como si toda Europa tuviera en mente el mismo lugar ficticio. La plebe, en el fondo, soñaba con una utopía mucho más simple que la de sus antepasados, básicamente porque sus necesidades también lo eran. Un lugar donde no sólo no había que trabajar la tierra, sino que se fustigaba a quien lo había, un lugar sin pestes ni fiebres ni por supuesto hambrunas. En el país de la Cucaña uno podía estar en paz con Dios sin necesidad de templos ni curas, no había ni rey ni señor ni el Diablo acechando en los cruces. El reclamo de Jauja era tan poderoso que Colón lo usó para reclutar tripulación en su segundo viaje. Quizá los montes de orégano y los trigales que daban pan blanco sí eran una fantasía muy simplona e inocente, eco de aquellos que ansiaban llegar a Jauja y escapar de un continente diezmado tras siete siglos de oscuridad.

Tiempo más tarde, Pizarro llamó Jauja a una región especialmente fértil del Perú. Pero para entonces, Jauja era una triste bicoca en comparación con El Dorado.

EL DORADO

Al final, podría ser un lago. El mito fue empequeñeciendo.

Cruzar la Mar Océana de mala manera; encontrarse con tribus de hombres primitivos y mujeres de laxa moral; más hartarse a patatas, tomates, maíz, yuca y mangos ya era algo más allá de lo que muchos podían llegar a imaginar, pero podía no ser suficiente. En el siglo XVI, Europa en general y España en particular vivía atrapada por las cadenas de la Iglesia y su fervor católico sin igual hasta entonces más una necesidad apremiante de oro. La monarquía necesitaba oro a mansalva para sufragar las guerras, la aristocracia había de saciar sus lujos y excentricidades y los burgueses veían que viajes más largos implicaban mayores gastos. Mientras tanto, los villanos y campesinos de Fuenteovejuna y Tormes soñaban con oro para comer, para armar en alguna orden a sus hijos y para dotar a sus hijas casaderas. A todo esto, El Dorado era una utopía creada por conquistadores analfabetos para conquistadores analfabetos. El oro era lo que movía el mundo en una u otra dirección, y oro era justo lo que les esperaba en El Dorado. Si al llegar Colón les salieron al paso indios que cambiaban joyas por espejos y chucherías, El Dorado debía ser una ciudad llena de indios tontorrones que no conocían ni el valor del dinero, ni la ira de Dios ni el daño que hacía un mosquete a bocajarro. Dentro de los mitos utópicos, destáquese que el de El Dorado es de los más peligrosos, porque introduce la superioridad de quien encuentra la utopía sobre aquellos que ya habitan en ella. Fruto de la época, también, así como una proyección más de una carencia, se supone.


1 comentario:

  1. Buen artículo, Pedro. Pero... ¡ojo! Tal vez la Atlántida no solo sea una utopía sino que también haya sido un lugar real.
    Recuerda que, durante siglos, se pensó que Troya era un lugar ficticio hasta que llegó un tal Schliemann y busca que te busca... la encontró.

    JEMF/Lómeron

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